Desde hace cuatro meses se está produciendo en el país un profundo cambio político, económico y cultural, una revolución de arriba y hacia abajo. El abanico de opiniones expresadas públicamente se ha ampliado considerablemente en los medios de comunicación desde el ataque del 24 de febrero, cuando la mayoría de las élites políticas, intelectuales y económicas se encontraron en estado de ‘shock’. Hoy en día, ya no se trata de la sabiduría de utilizar la fuerza militar contra su vecino. Es el bloqueo económico, científico y tecnológico de Rusia lo que está creando un sentimiento de lealtad, incluso entre aquellos que no habrían aprobado el despliegue de tropas en Ucrania en primer lugar.
Pero incluso los francos partidarios de la acción militar, como Mijeyev o Solovyov, comentaristas populares de radio y televisión, expresan críticas de la operación armada. A veces se centran en la incapacidad de destruir en la mera frontera las armas occidentales que fluyen hacia Ucrania desde Polonia. Otros culpan a las fuerzas armadas por no utilizar su control del espacio aéreo ucraniano para detener el desfile de altos funcionarios occidentales hacia Kiev.
No sólo se ha ampliado la gama de opiniones, sino también la terminología. Un reciente artículo de la prestigiosa revista moscovita ‘Russia in Global Affairs’ se titulaba “La primera gran guerra del siglo XXI”. La palabra “guerra” fue prohibida oficialmente en su día en favor de “operación militar especial”. Pero el artículo merece atención no sólo por su ‘atrevido’ título.
El autor, Vasili Kashin, de la Escuela Superior de Economía, sostiene que este conflicto se diferencia de todas las operaciones militares anteriores desde la Segunda Guerra Mundial en que no hay una ventaja abrumadora para un bando, como en la invasión estadounidense de Irak. Señala el excesivo número de paracaidistas en comparación con las fuerzas terrestres y argumenta que este desequilibrio socava la eficacia de las operaciones en Ucrania. Palabras aún más duras se reservan para la “Marina hipertrofiada, cara y anticuada”, cuyo diseño (y muchos de los barcos) fue heredado de la Unión Soviética. La Fuerza Aérea tampoco sale indemne. Se la califica de inadecuada para acciones como los bombardeos estadounidenses sobre Irak en 1991 o Yugoslavia en 1999. La aviación rusa cuenta sólo con el 15% de la fuerza aérea estadounidense desplegada en esos dos teatros.
También se critica la falta de aviones no tripulados y de equipos de comunicaciones, así como los problemas de recopilación de información que impiden el uso eficaz de la artillería superior. Califica los botiquines personales de los soldados simplemente como “miserables”. Implícitamente, la crítica no se dirige tanto a los militares del país como al nivel político, que fijara los objetivos de la operación sin tener en cuenta el estado real de las fuerzas armadas. “Desde el principio, Rusia nunca tuvo las fuerzas necesarias para una victoria rápida, y no las tiene ahora”.
Este tipo de análisis cándido va acompañado de la solidaridad de las élites, por lo demás pro occidentales, con el Kremlin. Una de las razones por las que la operación militar se preparó con tanto secreto fue la resistencia esperada de la parte de los círculos empresariales e intelectuales de Rusia, en su mayoría globalizados. Sin embargo, algunos de los que lamentaron el estallido del conflicto militar se sienten obligados a defender a su país ahora que las potencias occidentales y sus aliados en Kiev han manifestado claramente su objetivo de debilitar e incluso desmembrar a Rusia.
Un buen ejemplo es el politólogo Dimitri Trenin, director del Centro Carnegie de Moscú antes de que el gobierno ruso lo cerrara en abril. A pesar su reputación pro occidental, escribió en mayo que “la propia existencia de Rusia está en peligro”. Hace unos días, en el ‘New York Times’, dijo que alcanzar “un éxito estratégico en Ucrania” es la tarea más importante de su país. Además, ve una oportunidad en la crisis actual y aboga por una reorientación del país hacia una economía más eficiente con más justicia social.
Mijaíl Piotrovsky, director del famoso Museo del Hermitage de San Petersburgo, al afirmar, en una entrevista al diario ‘Rossiiskaia Gazeta’, que “estamos inextricablemente unidos a Europa”, recuerda que otros países europeos han librado muchas guerras en su historia. Al igual que varios intelectuales rusos, constata que es menester cerrar filas y mantener la calma y la normalidad mientras para ayudar a Rusia entrar en una nueva era.
La escala sin precedentes de las sanciones occidentales las hace parecer parte de un intento a largo plazo de destruir a Rusia. Esta percepción es ampliamente compartida entre las élites del país y explica la creciente identificación con el Estado y su destino. Se trata de personas bien informadas, no de pobres víctimas de la propaganda oficial. Mientras que algunos rusos prominentes han abandonado el país y denuncian sus acciones en Ucrania, hay que recordar que la élite rusa se ha más bien unido bajo la bandera tricolor.